Literatura y filosofía

Prólogo de Viaje al oeste (Parte 2 de 12)

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Prólogo (1/2) (Por Jesús Ferrero)
Viaje al Oeste: La novela total

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Esta nueva edición de Viaje al Oeste viene a llenar un vacío tan enorme como la novela en sí, pues estamos hablando de todo un clásico de la literatura universal que, hasta épocas muy recientes, ha permanecido desconocido para los lectores españoles.

El asunto es todavía más grave si se tiene en cuenta que el Rey Mono, uno de los protagonistas de la narración, es en China un personaje tan popular como lo pueden ser entre nosotros Don Quijote y Sancho Panza: ni algo menos ni algo más. Y cuando los personajes literarios llegan a esa forma absoluta de la fama es porque son capaces, por sí mismos, de representar a toda una cultura y hasta de incluir en su mecánica lógica y mitológica claves fundamentales para interpretar esa misma cultura.

Por lo demás, Viaje al Oeste es la recreación, profusamente detallada, del mito de Xuanzang (Hsüan-Tsang): el monje que partió hacia la India en busca de los verdaderos textos budistas. Se trata de un viaje evidentemente inciático (para los personajes que lo protagonizan y para el lector que los sigue), jalonado por toda clase de catástrofes interiores y exteriores, y en el que le acompañan tres discípulos. El Rey Mono es uno de ellos. Posee poderes mágicos que le permiten llevar a cabo setenta y dos transformaciones de su apariencia y está capacitado para «identificar a los demonios en un abrir y cerrar de ojos», como suelen decir los chinos, que desde el primer emperador a los tiempos de Mao se han especializado en identificar demonios de toda suerte y en clasificarlos, siguiendo operaciones mentales no tan diferentes a las que empleaba el venturoso Emanuel Swedenborg para clasificar a las poblaciones angélicas. En China los demonios formaban una auténtica multitud. En términos específicos, se trata de una creencia muy alejada de nuestra cultura, pero no en términos generales, ya que en los evangelios el mismo Jesucristo hace varias referencias a la «multitud» de demonios que pueden asaltar a las almas descuidadas. Se trata, con toda evidencia, de demonios diferentes pero que tienen en común su naturaleza perturbadora y posesiva.

Como otras grandes narraciones del Reino del Medio, Viaje al Oeste es una creación del período Ming, el más glorioso de la novela china, y es al mismo tiempo la obra de todo un pueblo, como la muralla china y como el mismo imperio, en la que intervienen muchos creadores, hasta cristalizar como narración plena de sentido y perfectamente estructurada en el siglo XVI, gracias a la probable intervención del escritor Wu Chengen, que la dotó de una poderosa estructura. En ese y otros aspectos se trata de una creación parecida a la que llevó a cabo la Grecia arcaica con la Ilíada y la Odisea hasta su fijación definitiva en Homero.

Pero su relación con las dos epopeyas griegas es sólo parcial ya que, como narración en sí, Viaje al Oeste se emparenta más con dos novelas fundamentales de Occidente: Don Quijote y Tristram Shandy. Ni estoy hablando de una relación sólo formal ni de una relación sólo de fondo; estoy hablando de una relación  estructural que implica una concepción del tiempo con la que ya no estamos demasiado familiarizados.

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Da la impresión de que en Europa todo cambió, en la estructuración de las novelas, con la aparición de El Lazarillo de Tormes, que impone una configuración narrativa en el fondo absolutamente racional, dando la impresión de que la historia está trascurriendo en «el tiempo real» y creando justamente por eso un enorme «efecto realidad».

Que esa novela sea hija de Renacimiento no ha de extrañarnos, ya que en el fondo fue el primer «siglo de las luces» de la civilización occidental. Pero desde entonces la novela europea no ha podido despegarse del «efecto realidad» que crea El Lazarillo y del empeño en dotar la narración de una gran coherencia, más allá o más acá de la misma historia, como llega a ocurrir hasta con Kafka, que es la razón llevada a su extremo más absurdo.

Lejos de esa estructuración del tiempo de la vida y el tiempo narrativo, El Quijote consigue, además de un efecto realidad periódicamente renovado en el trascurso de la novela, una relativización del tiempo, no tan excesiva como en Tristram, pero sí lo suficientemente amplia y elástica como para que el lector pueda entrar en una «duración» a veces vaporosa y vasta, y a veces relampagueante y concentrada, que la novela occidental sólo vuelve a recuperar plenamente con en Ulises de Joyce.

Y bien, el tiempo narrativo en el que entramos cuando empezamos a leer Viaje al Oeste es también muy relativo y a la vez alcanza dimensiones absolutas.

Como todas las novelas chinas del mismo período, como En los márgenes del Agua o El romance de los Tres Reinos, la narración avanza pausadamente y se ramifica en cientos de personajes de todas las clases sociales y de todas las formas de existir astrales y reales. Borges definió El sueño del pabellón rojo (otra de las grandes novelas chinas) como una narración «prácticamente infinita»: de igual manera podría definirse Viaje al Oeste. En ese sentido, son novelas que más que entrar en el tiempo de la «realidad» y su sucesión de hechos (de pragmas), entran en el tiempo de la existencia y su sucesión de demoras, desconciertos y repeticiones: los que Kierkegaard llamaba «la seriedad del existir», que se revela siempre de naturaleza tragicómica, como ocurre en Viaje al Oeste y como ocurre también en las grandes novelas occidentales ya mentadas.

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Intentar imponer un tiempo ampliamente narrativo y «prácticamente infinito» al tiempo fragmentado y neurótico de la «realidad» es un empeño que entre nosotros sólo lo ha intentado el ingeniero Benet con Herrumbrosas lanzas y que se hace cada vez más difícil, también en China, ya que desde la aparición de los primeros relatos de Lu Xin, el lector chino descubrió la «racionalidad» narrativa de estilo occidental que aportaba Xin así como su fulminante «efecto realidad», y ahora la novela en China tiende a ser concebida en un tiempo real y metal muy parecido al nuestro. Desde esa óptica, Lu Xin llevó a cabo para los chinos una operación muy parecida a la que Mishima perpetró en la cultura japonesa: racionalizó y sistematizó la narración, introduciendo en ella el «tiempo» occidental.

Pero en Viaje al Oeste estamos lejos de esa concepción del tiempo narrativo, porque no es un tiempo que se pueda ver desde el lugar de los hechos. Es más bien un tiempo concebido desde el lugar del conocimiento y de su aliento irregular y muchas veces errático. Y es que el conocer, a diferencia del vivir, evoluciona en un tiempo lleno de arrugas, casi en un tiempo fractal, de una elasticidad desmedida, o fuera de toda medida,
siguiendo un camino que, por ser el de la iluminación, está lleno de sombras que le exceden, como si siguiese esos versos terribles del primer poema del Tao que viene a decir:

Ser y no ser surgen del mismo fondo,
y ese fondo único se llama oscuridad.
Oscurecer esa oscuridad,
he ahí la puerta de la clarividencia.
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Dicho lo cual, que el lector se prepare para salir de nuestro tiempo pragmático en cuanto acceda al primer capítulo de esta enorme novela que, en parte porque quiere ser una imagen del Mundo y en parte porque lo es, comienza refiriendo el origen del cosmos con frases casi bíblicas: «En el principio sólo existía el Caos. El Cielo y la Tierra formaban una masa confusa, en la que el todo y la nada se entremezclaban como la suciedad en el agua».

Una forma de contar el origen que tiene mucho que ver con los versos del Tao que acabamos de referir. De hecho parecen la misma reflexión, si bien desde ángulos diferentes, y que a su vez guardan muy estrecha relación con himnos védicos de unos mil años antes de Jesucristo.

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